30 de enero de 2016

Miguel Ángel


Michelangelo Buonarroti fue un hombre solitario, iracundo y soberbio, constantemente desgarrado por sus pasiones y su genio. Dominó las cuatro nobles artes que solicitaron de su talento: la escultura, la pintura, la arquitectura y la poesía, siendo en esto parangonable a otro genio polifacético de su época, Leonardo da Vinci. Durante su larga vida amasó grandes riquezas, pero era sobrio en extremo, incluso avaro, y jamás disfrutó de sus bienes. Si Hipócrates afirmó que el hombre es todo él enfermedad, Miguel Ángel encarnó su máxima fiel y exageradamente, pues no hubo día que no asegurase padecer una u otra dolencia.

Quizás por ello su existencia fue una continua lucha, un esfuerzo desesperado por no ceder ante los hombres ni ante las circunstancias. Acostumbraba a decir en sus últimos días que para él la vida había sido una batalla constante contra la muerte. Fue una batalla de casi noventa años, una lucha incruenta cuyo resultado no fueron ruinas y cadáveres, sino algunas de las más bellas y grandiosas obras de arte que la humanidad afortunadamente ha conocido.

La dorada Florencia

En Caprese, hermosa aldea rodeada de prados y encinares, nació el 6 de marzo de 1475 Miguel Ángel, hijo de Ludovico Buonarroti y de Francesa di Neri di Miniato del Sera. Su padre descendía de artesanos y, quizás por ello, siempre se opuso a la vocación de su hijo; consideraba que el comercio era mucho más rentable y distinguido que cualquier actividad manual plebeya. Miguel Ángel siempre estuvo agradecido a su nodriza, mujer de un cincelador, pues aseguraba que con su leche había mamado "el escoplo y el mazo para hacer las estatuas".


Miguel Ángel (retrato de Baccio Bandinelli, 1522)

Cuando siendo apenas un adolescente el joven Buonarroti se trasladó a Florencia, la ciudad vivía uno de sus momentos más esplendorosos. Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico, reinaba sobre los florentinos impregnándolo todo de belleza y sabiduría. Refinado y abrumadoramente inteligente, Lorenzo era un extraordinario príncipe poeta, considerado un erudito por los helenistas, un guerrero invencible por los soldados y un amante insuperable por los libertinos.

En la corte de este dechado de virtudes, rodeado de pensadores de la talla de Pico della Mirandola, Poliziano o Marsilio Ficino, y junto a maestros como Ghirlandaio o Sandro Botticelli, Miguel Ángel dio sus primeros pasos por el rutilante camino de las bellas artes. En el jardín de San Marcos, que Lorenzo había hecho decorar con antiguas estatuas, el joven escultor pudo estudiar a los autores del pasado e imbuirse de su técnica. El lugar se había convertido en una especie de academia al aire libre donde los jóvenes se ejercitaban bajo la dirección de un discípulo de Donatello, el maestro Bertoldo. El talento precoz de Miguel Ángel se reveló al cincelar una cabeza de fauno que suscitó el interés del propio príncipe, siempre en busca de nuevos valores a los que acoger bajo su protección. Inmediatamente, Miguel Ángel ingresó en la reducida y selecta nómina de sus favoritos.

Un día, mientras Miguel Ángel admiraba los frescos de Masaccio en el claustro de la iglesia del Carmine junto a Pietro Torrigiano, amigo y condiscípulo, surgió entre ambos una agria disputa. A Buonarroti le fascinaba la plasticidad de las figuras, que casi poseían relieve; para Torrigiano, los frescos carecían de brillantez y expresividad. La discusión acabó en reyerta: los muchachos intercambiaron algunos golpes y Pietro propinó a Miguel Ángel un puñetazo que le fracturó la nariz. El rostro de nuestro héroe quedó marcado por esa pequeña deformidad, que le amargaría en lo sucesivo. Sin embargo, un dolor aún mayor se adueñó de su corazón a raíz de la súbita muerte de Lorenzo el Magnífico, sobrevenida cuando el príncipe acababa de cumplir cuarenta y tres años. Ni Florencia ni Miguel Ángel volverían a ser como antes.

Primeras obras maestras


Tras la desaparición del Magnífico, Buonarroti dejó la corte y regresó a la casa paterna durante algunos meses. El nuevo señor de la ciudad, Piero de Médicis, tardó en acordarse de él, y cuando lo hizo fue para proponerle una efímera fama mediante un encargo sorprendente: había nevado en Florencia y quiso que Miguel Ángel modelara en el patio de su palacio una gran estatua de nieve. El blanco monumento fue tan de su agrado que, de un día para otro, el artista se convirtió por voluntad suya en un notorio personaje. Miguel Ángel aceptó los honores en silencio, ocultando el rencor que le producía tal afrenta, y luego decidió marcharse de Florencia antes que seguir soportando a aquel estúpido que en nada se parecía a su predecesor.

Además, negros nubarrones se cernían sobre la ciudad. Los ejércitos franceses y españoles luchaban muy cerca de las murallas y, en el interior, un terrible fraile dominico llamado Girolamo Savonarola agitaba a las masas con su verbo ardiente contra el lujo pagano de los Médicis. Piero de Médicis acabó huyendo y Savonarola se apresuró a instaurar una república teocrática, pródiga en autos de fe y piras purificadoras donde se consumían libros, miniaturas, obras de arte y otros objetos impuros. Miguel Ángel nunca olvidó las prédicas de aquel iluminado, ni las llamas que terminaban para siempre con el sueño de una Florencia joven, alegre, culta y confiada.


La Piedad (1498-1499) 

Buonarroti se trasladó por primera vez a Roma en 1496. Allí estudió a fondo el arte clásico y esculpió dos de sus mejores obras juveniles: el delicioso Baco y la conmovedora Piedad, en las que su personalísimo estilo empezaba a manifestarse de manera rotunda e incontrovertible. Luego, de regreso a Florencia, acometió uno de sus proyectos más valientes, aceptando un desafío que ningún creador había osado hasta entonces: trabajar en un bloque de mármol de casi cinco metros de altura que yacía abandonado desde un siglo antes en la cantera del "duomo" florentino. Con abrumadora seguridad, Miguel Ángel hizo surgir de él el monumentalDavid, como si la figura se hallase desde siempre en el interior de la piedra, creando para sus contemporáneos una imagen orgullosa e impresionante del joven héroe, en clara rivalidad con las dulces y adolescentes representaciones anteriores de Donatello y Verrocchio.

La Capilla Sixtina

En marzo de 1505 el artista fue requerido de nuevo en Roma por el papa Julio II. Se trataba de un pontífice de fuerte personalidad, vigoroso y tenaz, que iba a presidir el gran momento artístico e intelectual de la Roma renacentista, en la que destacarían por encima de todos dos artistas sublimes: Miguel Ángel Buonarroti y Rafael Sanzio de Urbino.

Julio II encargó a Buonarroti la realización de su monumento funerario. El proyecto original elaborado por Miguel Ángel preveía un vasto conjunto escultórico y arquitectónico con más de cuarenta estatuas destinadas a enaltecer el triunfo de la Iglesia. Pero algunos consejeros interesados susurraron al oído del papa que no podía ser de buen agüero construirse un mausoleo en vida, y Julio II arrinconó el proyecto de su monumento funerario para dedicarse a los planos que Bramante había realizado para la nueva basílica de San Pedro.

Miguel Ángel, despechado, abandonó Roma dispuesto a no regresar nunca más. Sin embargo, en mayo de 1508 aceptó un nuevo cometido del papa, quien deseaba mitigar su disgusto y compensarle de algún modo confiándole la decoración de la Capilla Sixtina. Miguel Ángel aceptó, aunque estaba seguro de que el inspirador del nuevo encargo no podía ser otro que Bramante, su enemigo y competidor, que ansiaba verle fracasar como fresquista para sustituirle por su favorito, Rafael.

Pero Buonarroti no se arredró. Tras mandar construir un portentoso andamio que no tocaba la pared de la Sixtina por ningún punto, despidió con soberbia infinita a los expertos que se habían ofrecido a aconsejarle y comenzó los trabajos completamente solo, ocultándose de todas las miradas y llegando a enfermar del esfuerzo que suponía pintar durante horas recostado en aquellas duras tablas a la luz de un simple candil.


La creación de Adán (Capilla Sixtina, 1508-1512) 

Sólo Julio II estaba autorizado a contemplar los progresos de Miguel Ángel y, aunque el artista trabajaba con rapidez, el pontífice comenzó a impacientarse, pues sentía cercano el día de su muerte. "¿Cuándo terminaréis?", preguntaba el papa, y Miguel Ángel respondía: "¡Cuando acabe!" En cierta ocasión, el Santo Padre amenazó a Buonarroti con tirarle del andamio, y éste repuso que estaba dispuesto a abandonar Roma y dejar los frescos inacabados. Las disputas entre ambos menudearon a lo largo de los cuatro años que duró la decoración de la bóveda de la capilla, concluida finalmente el día de Todos los Santos de 1512, cuatro meses antes del fallecimiento de Julio II.

A juicio de Giorgio Vasari, historiador del arte, arquitecto y pintor contemporáneo de Miguel Ángel, los frescos de la Capilla Sixtina eran "una obra cumbre de la pintura de todos los tiempos, con la que se desvanecían las tinieblas que durante siglos habían rodeado a los hombres y oscurecido el mundo". Julio II, en su lecho de muerte, se declaró feliz porque Dios le había dado fuerzas para ver terminada la obra de Miguel Ángel, pudiendo así conocer de antemano a través de ella cómo era el reino de los cielos.

Buonarroti se había inspirado en la forma real de la bóveda para insertar en ella gigantescas imágenes de los profetas y las sibilas, situando más arriba el desarrollo de la historia del Génesis y dejando la parte inferior para las figuras principales de la salvación de Israel y de los antepasados de Cristo. Mediante una inmensa variedad de perspectivas y la adaptación libre de cada personaje a la profundidad de la bóveda, Miguel Ángel consiguió crear uno de los conjuntos más asombrosos de toda la historia del arte, una obra de suprema belleza cuya contemplación sigue siendo hoy una experiencia inigualable.

Misterio y poesía

Desaparecido Julio II y finalizada la Capilla Sixtina, Miguel Ángel quiso reemprender los trabajos para el mausoleo del pontífice, pero una serie de modificaciones sobre el proyecto primitivo y de pleitos con los herederos del fallecido impidieron su consecución, lo que contribuyó a mortificar su ya de por sí amargado carácter. De la célebre tumba quedarían tan sólo dos obras, insignificantes comparadas con la grandiosidad del conjunto pero extraordinarias por sí mismas: los portentososEsclavos que se conservan en el Museo del Louvre y el famoso Moisés, que expresa con su atormentada energía el mismo ideal de majestad que había inspirado las figuras de la Capilla Sixtina.

A partir de 1520 trabajaría principalmente en la Capilla Médicis de San Lorenzo, preparando los sepulcros de los hermanos Juliano y Lorenzo de Médicis y de sus descendientes homónimos, Juliano, duque de Nemours, y Lorenzo, duque de Urbino. Es una de sus obras más orgánicas y armoniosas, en la que arquitectura y escultura se funden en un todo excepcionalmente unitario y equilibrado. Las estatuas del Día, la Noche, la Aurora y el Crepúsculo están envueltas en un halo de misteriosa hermosura que ya en su tiempo y durante siglos sería objeto de conjeturas e interpretaciones contradictorias.


La Noche (1526-1531) 

Miguel Ángel, halagado por la admiración que suscitaban y a la vez cansado de escuchar hipótesis sobre lo que podían significar, quiso dar voz a sus esculturas y acallar a los parlanchines que tanto disputaban con estos hermosos y delicados versos:

Me es grato el sueño y más ser de piedra;
mientras dura el engaño y la vergüenza,
no sentir y no ver me es gran ventura;
mas tú no me despiertes; ¡habla bajo! 

Fue precisamente en esta época cuando Miguel Ángel empezó a prodigarse como poeta. En 1536 emprendió la realización de un grandioso fresco destinado a cubrir la pared del altar de la Capilla Sixtina: el Juicio Final. Ese mismo año conoció a Vittoria Colonna, marquesa de Pescara. A ella iba a dedicarle sus mejores sonetos, en los que refleja al mismo tiempo su pasión platónica y su admiración por la que sería la única mujer de su vida.

Vittoria Colonna representó, para el alma desilusionada y solitaria de Miguel Ángel, un consuelo y un remanso de paz; se erigió en guía espiritual y moral del artista y dio un nuevo sentido a su vida. Incluso después de la muerte de su amiga, quizás el único ser que supo comprenderle y amarle, Miguel Ángel mantuvo una actitud muy distinta al constante y angustiado batallar que había caracterizado hasta entonces su existencia, con lo que pudo afrontar con un insólito sosiego el paso de la madurez a la ancianidad.

Arquitectura precursora

En los últimos años de su vida, Buonarroti se reveló como un gran arquitecto. Fue en 1546 cuando el papa Paulo III le confió la dirección de las obras de San Pedro en sustitución de Sangallo. Primero transformó la planta central de Bramante y luego proyectó la magnífica cúpula, que no vería terminada.

La cúpula de la Basílica de San Pedro, una de las piezas más perfectas y más felizmente unitarias jamás concebidas, es junto al proyecto de la Plaza del Campidoglio y al Palacio Farnesio la culminación de las ideas constructivas de Miguel Ángel, que en este aspecto se mostró, si cabe, aún más audaz y novedoso que en el ámbito de la pintura o la escultura. En su arquitectura buscaba ante todo el contraste entre luces y sombras, entre macizos y vacíos, logrando lo que los críticos han denominado "fluctuación del espacio" y anticipándose a las grandes creaciones barrocas que más tarde llevarían a cabo grandes artistas como Bernini o Borromini.


Cúpula de la Basílica de San Pedro 

A partir de 1560, el polifacético e hipocondríaco genio comenzó a padecer una serie de dolencias y achaques propios de la ancianidad. Mientras los expertos empezaban a considerarle superior a los clásicos griegos y romanos y sus detractores le acusaban de falta de mesura y naturalidad, Buonarroti se veía obligado a guardar cama y era víctima de frecuentes desvanecimientos. A finales de 1563 se le desencadenó un proceso arteriosclerótico que le mantuvo prácticamente inmóvil hasta su muerte. Poco antes, aún tuvo tiempo de reunir, ayudado por su discípulo Luigi Gaeta, cuantos bocetos, maquetas y cartones había diseminados por su taller, con objeto de quemarlos para que nadie supiese jamás cuáles habían sido los postreros sueños artísticos del genio.

Apenas dos meses después, el 18 de febrero de 1564, se extinguió lentamente. Sus últimas palabras fueron: "Dejo mi alma en manos de Dios, doy mi cuerpo a la tierra y entrego mis bienes a mis parientes más próximos." Cuatro hombres le acompañaron en esos instantes: Daniello da Volterra, Tomaso dei Cavalieri y Luigi Gaeta, sus más fieles ayudantes, y su criado Antonio, que fue el único capaz de cerrar sus párpados cuando expiró. Con él moría toda una época y concluía ese portentoso momento histórico que conocemos como Renacimiento italiano.

Su epitafio bien podría ser aquel que el mismo Miguel Ángel escribió para su amigo Cechino dei Bracci, desaparecido en la flor de la edad:

Por siempre de la muerte soy, y vuestro
sólo una hora he sido; con deleite
traje belleza, mas dejé tal llanto
que valiérame más no haber nacido.

La pintura de Miguel Ángel

Miguel Ángel no amaba demasiado la pintura, o al menos no la prefería sobre las demás artes, pues la escultura tenía para él primacía absoluta. Sin embargo, su obra pictórica tiene una importancia tan considerable como sus trabajos escultóricos y arquitectónicos, a pesar de ser discontinua en el tiempo y de deberse más a la voluntad o imposición de otros que a su libre iniciativa. Hay que tener en cuenta, además, que su primer aprendizaje fue en el ámbito de la pintura: tras una inicial resistencia, su padre accedió a colocarlo en el taller de Ghirlandaio en abril de 1488, cuando tan sólo contaba trece años.


Miguel Ángel (retrato atribuido a Sebastiano del Piombo, c. 1522) 

Los testimonios más antiguos de esta primera actividad son tres dibujos a pluma, copias de detalles de los frescos de Giotto en la iglesia de Santa Croce y de Masaccio en el Carmine. Mucho antes de cumplirse el período durante el cual debía permanecer con Ghirlandaio, el muchacho encontró su verdadera escuela y sus auténticos maestros en el jardín mediceo de San Marcos, donde empezó a esculpir bajo la atenta dirección de Bertoldo di Giovanni; muy pronto, su enorme talento plástico iba a sorprender a sus contemporáneos.

El artista abandonó Florencia tras la muerte de Lorenzo de Médicis en 1492, viajó a Venecia, residió durante un año en Bolonia y, en 1496, se trasladó a Roma invitado por el cardenal Riario. No se conservan pinturas suyas de esta etapa de peregrinación, y hay que esperar hasta 1501, cuando regresa por primera vez a Florencia, para encontrar algún rastro de su actividad fuera del mundo de la escultura. En la capital toscana pudo admirar el cartón de Santa Ana de Leonardo da Vinci expuesto en el convento de la Annunziata, y en él se inspiró para confeccionar dos dibujos (uno en Oxford y el otro en el Museo del Louvre, París) en los cuales afrontaba el mismo problema compositivo, consistente en formar una unidad con tres figuras.

Primeras obras maestras

Habiendo sido puesta en duda la autoría miguelangelesca de la Madonna de Manchester (h. 1510), así llamada por la ciudad donde fue expuesta por primera vez en 1836 (hoy en la National Gallery de Londres), su pintura más antigua es la celebérrima tabla circular realizada en torno a 1505 para conmemorar la boda de Agnolo Doni con Maddalena Strozzi, y que con el nombre de Tondo Doni se conserva en la Galería de los Uffizi, en Florencia. Representa a la Sagrada Familia con San Juan, pero Miguel Ángel quiso abordar este tema tan popular con absoluta independencia de la consuetudinaria tradición iconográfica, confiriendo a sus personajes la actitud que mejor servía a la expansión de sus particulares ideas plásticas.


La Sagrada Familia o Tondo Doni (c. 1505), de Miguel Ángel 

Casi como si se hubiese descorrido una cortina de improviso, los protagonistas de esta pintura parecen haber sido sorprendidos en el momento de componer la escena: la Virgen recibe al Niño de las manos de San José para colocarlo en su regazo, mientras en segundo término San Juan niño contempla el grupo. Los tres forman un bloque compacto y ondulante de masas encadenadas, elaborado a base de notables efectos escultóricos. El propio autor escribió que la pintura le parecía tanto mejor cuanto más cercana al relieve, pero sería errado considerar esta obra como la simple transposición pictórica de una escultura.

De hecho, la disposición del grupo parece estudiada para obtener un máximo relieve pictórico, es decir, asignando un único punto de vista al espectador. Éste percibe toda la energía plástica y el movimiento creado por la torsión del cuerpo de la Virgen en contrapposto, así como por el modelado del brazo, cuyo codo parece salir del plano de la pintura. En los agudos perfiles y en la contenida energía de los miembros doblados y dispuestos a desplegarse como un resorte se materializa pictóricamente el vigoroso lenguaje expresado poco antes en el magnífico David. También los colores, con su tonalidad casi estridente, más que ser permeables a la luz la reflejan, poniendo así de manifiesto las partes salientes.

En 1504 recibió del gonfalonero florentino Pier Soderini el encargo de pintar al fresco una escena de guerra en la Sala del Consiglio del Palazzo Vecchio, frente a la cual debía figurar La batalla de Anghiari, de Leonardo da Vinci. Al tumultuoso vórtice de la visión leonardesca, Miguel Ángel pretendía contraponer los nítidos volúmenes de los desnudos agitados y elásticos de los soldados florentinos, que gracias a la vigilancia de Manno Donati y a pesar de haber sido sorprendidos por las tropas pisanas mientras se bañaban en el Arno cerca de Cascina, lograron la victoria en la batalla que siguió.

El cartón del fresco, que estuvo precedido por una serie de estudios y que se expuso en el palacio junto con el realizado por Leonardo, levantó en Florencia una oleada de admiración. No obstante, la obra no se llevó a cabo porque, en marzo de 1505, Miguel Ángel hubo de partir hacia Roma para erigir el mausoleo del papa Julio II, y el cartón fue destruido en 1512 por Baccio Bandinelli, celoso del talento de su gran rival.

La Capilla Sixtina

Los proyectos del mausoleo se interrumpieron a su vez, y el papa Julio II le impuso, en 1508, la decoración al fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina. Al principio el artista intentó resistirse, aduciendo su escasa familiaridad con la técnica del fresco, pero su oposición fue inútil y en mayo de ese año dio comienzo a la empresa, que le ocupó hasta octubre de 1512: cuatro años llenos de indecibles fatigas y profundos desalientos. De estos padecimientos y de la soledad en que, una vez despedidos los ayudantes, se encerró el artista, nació no sólo la más completa manifestación del genio buonarrotiano, sino una de las obras maestras del arte de todos los tiempos.


Parte central de la bóveda de la Capilla Sixtina (1508-1512) 

Resulta arduo establecer el criterio con el que Miguel Ángel escogió los personajes y las escenas que llenan el techo de la capilla, así como el significado que tuvo para su profunda y compleja espiritualidad la evocación de una era y de una humanidad primordiales balanceándose sobre las historias de Moisés y Cristo, que con anterioridad habían pintado Perugino, Botticelli, Pinturicchio, Signorelli y otros artistas en las paredes del pequeño templo.

En el aspecto iconográfico y compositivo se pueden reconocer tres zonas diferentes en la articulada trama de la obra miguelangelesca, cada una de las cuales refleja un contenido histórico y simbólico particular. En la zona inferior, formada por los triángulos y los lunetos, están representadas las familias de los antecesores de Cristo, que simbolizan a la humanidad primitiva aún no redimida por el mensaje cristiano y condenada a peregrinar sin descanso y a vivir en la angustia de su incierto destino; las cuatro pechinas angulares (con El castigo de Amán, La serpiente de bronce, Judith y Holofernes y David y Goliat) ilustran las cuatro salvaciones milagrosas del pueblo de Israel.

Encima se alinean los doce tronos de los profetas y las sibilas que preanuncian la Redención, mientras que en lo alto de la bóveda nueve escenas del Génesis, entre las que destaca La creación de Adán, ilustran los orígenes del mundo y del hombre, el pecado original, el castigo divino y la condición humana, prisionera de los sentidos. Estas nueve vistas centrales están enmarcadas por diecinueve figuras de jóvenesignudi (desnudos) que se encuentran entre las más admirables creaciones de la bóveda.


La creación de Adán (Capilla Sixtina, 1508-1512) 

La audaz contraposición de masas y volúmenes emana una vitalidad que se plasma en las relaciones dinámicas de tensión, de torsión y de movimiento, desarrollando con variedad inagotable el tema de la figura sentada. En las actitudes de los profetas están además representados los más diversos grados de la meditación, desde el estudioso recogimiento de Zacarías a la tumultuosa sorpresa de Ezequiel, pasando por la apesadumbrada reflexión de Jeremías o la hercúlea pose de Jonás. Este último gira sobre su torso colosal, admirado por la aparición de Dios en el recuadro que se halla sobre él.

En la bóveda de la Capilla Sixtina culmina la fuerza expresiva de Miguel Ángel. El artista ha superado las angustias y resuelto las dudas con un supremo acto de voluntad, concibiendo sus visiones y traduciéndolas al lenguaje pictórico con una seguridad y una fe en los propios recursos que no se repetirán en las obras siguientes, animadas por otro espíritu muy distinto. Ante la brillante plenitud de su lenguaje pictórico, no suena exagerado el elogio que hizo Vasari: "Esta obra ha sido y es verdadera lámpara de la pintura, derramando sobre este arte tanto esplendor que ha alcanzado para iluminar el mundo, durante tantos centenares de años sumido en tinieblas."

El Juicio Final

Probablemente al mismo tiempo que pintaba la bóveda de la Capilla Sixtina, Miguel Ángel dejó incompleta una tabla con el Santo Entierro (National Gallery, Londres), aunque su autoría ha sido puesta en duda. Durante los veinte años siguientes los pinceles del artista permanecieron inactivos, y su genio se mantuvo absorbido completamente por empresas escultóricas y arquitectónicas.

En 1533, el papa Clemente VII le encomendó el fresco del Juicio Final, que debía constituir el terrorífico epílogo a la historia de la humanidad cuyo prólogo había representado en la bóveda de la capilla. Tras un largo período preparatorio documentado por una serie de bellos dibujos, Miguel Ángel puso manos a la obra en mayo de 1536, ya bajo el pontificado de Paulo III. Al ser descubierto solemnemente a finales de 1541, el inmenso fresco de diecisiete por trece metros maravilló a toda Roma.


La Virgen y Jesucristo en El Juicio Final (Capilla Sixtina, 1536-1541) 

El antiguo tema del Dies Irae aparece interpretado en su aspecto más trágico, tanto en los patéticos episodios singulares como en el vertiginoso conjunto, que ofrece la visión estremecedora y casi alucinada de un cataclismo cósmico. Dentro de la tumultuosa marea de personajes que se agolpan en el fresco, desplegándose sobre la superficie mural como si se tratara de un inmenso tapiz, una figura gesticulante se destaca sobre las demás: la de Cristo, joven musculado que lanza impetuosamente su maldición sobre la turba de los pecadores. La mano levantada y abierta imprime una suerte de movimiento rotatorio a la muchedumbre, que se desploma en el lado derecho del fresco, mientras en el izquierdo parece elevada hacia lo alto por una tromba de viento tempestuoso.

En esta inestabilidad de remolino, en este denso girar de cuerpos en el que se alían los elementos plásticos y dibujísticos, los volúmenes se disgregan rodeados de sombras fantasmales, los planos se fragmentan y los colores parecen descomponerse en una humeante y espectral palidez. Asistimos de este modo a una profunda transformación del estilo pictórico de Miguel Ángel, que, en su intento de espiritualizar aún más su lenguaje figurativo, sobrepasa la tradición formal del Renacimiento, cultiva el poder del desorden y anticipa algunos aspectos de lo que más tarde será el gusto barroco.

La última empresa pictórica de Miguel Ángel fue la decoración de la Capilla Paulina en el Vaticano, iniciada en 1542 y terminada en torno a 1550. Consiste en dos escenas al fresco (La conversión de San Pablo y La crucifixión de San Pedro) pobladas de oscuras e inquietas figuras de lentos y graves movimientos entre paisajes de áridas colinas. Del estilo macizo, abstracto y desequilibrado y de la composición de ambas escenas emana una fúnebre y desconsolada poesía penitencial que refleja el desolado y áspero estado de ánimo que el artista padeció en su vejez. Unos pesados y compactos dibujos de la Crucifixión (Windsor y Oxford) son sus últimas obras conservadas.