30 de enero de 2016

Diego Velázquez


Maestro sin par del arte pictórico, el sevillano Diego Velázquez adornó su carácter con una discreción, reserva y serenidad tal que, si bien mucho se puede decir y se ha dicho sobre su obra, poco se sabe y probablemente nunca se sabrá más sobre su psicología. Joven disciplinado y concienzudo, no debieron de gustarle demasiado las bofetadas con que salpimentaba sus enseñanzas el maestro pintor Herrera el Viejo, con quien al parecer pasó una breve temporada, antes de adscribirse, a los doce años, al taller de ese modesto pintor y excelente persona que fuera Francisco Pacheco. De él provienen las primeras noticias, al tiempo que los primeros encomios, del que sería el mayor pintor barroco español y, sin duda, uno de los más grandes artistas del mundo en cualquier edad.

La mirada melancólica

Diego Velázquez fue hijo primogénito de un hidalgo no demasiado rico perteneciente a una familia oriunda de Portugal, tal vez de Oporto, aunque ya nacido en Sevilla, llamado Juan Rodríguez, y de Jerónima Velázquez, también mujer de abolengo pero escasa de patrimonio. En el día de su bautismo, Juan echó las campanas al vuelo (previo pago de una módica suma al sacristán), convidó luego a los allegados a clarete y a tortas de San Juan de Alfarache y entretuvo a la chiquillería vitoreante con monedas de poco monto que arrojó por la ventana. No le había de defraudar este dispendio y estos festejos el vástago recién llegado, que se mostró dócil a los deseos paternos durante su infancia e ingresó en el taller de Francisco Pacheco sin rechistar.


Detalle del Autorretrato de 1643 (Galería de los Uffizi) 

El muchacho dio pruebas precocísimas de su maña como dibujante y aprendía tan vertiginosamente el sutil arte de los colores que el bueno de Pacheco no osó torcer su genio y lo condujo con suavidad por donde la inspiración del joven lo llevaba. Entre maestro y discípulo se estrechó desde entonces una firme amistad basada en la admiración y en el razonable orgullo de Pacheco y en la gratitud del despierto muchacho. Estos lazos terminaron de anudarse cuando el viejo pintor se determinó a otorgar la mano de su hija Juana a su aventajado alumno de diecinueve años.

Sobre las razones que le decidieron a favorecer este matrimonio escribe Pacheco: "Después de cinco años de educación y enseñanza le casé con mi hija, movido por su virtud, limpieza, y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio. Y porque es mayor la honra de maestro que la de suegro, ha sido justo estorbar el atrevimiento de alguno que se quiere atribuir esta gloria, quitándome la corona de mis postreros años. No tengo por mengua aventajarse el maestro al discípulo, ni perdió Leonardo de Vinci por tener a Rafael por discípulo, ni Jorge de Castelfranco a Tiziano, ni Platón a Aristóteles, pues no le quitó el nombre de divino."

A la conquista de la corte

Pronto se le hizo pequeña Sevilla a Velázquez e intentó ganar una colocación en la corte, donde se había instalado recientemente Felipe IV, rey de pocas luces diplomáticas aunque muy aficionado a las artes y que con el tiempo llegaría a sentir por el pintor una gran devoción y hasta una rara necesidad de su compañía. En su primer viaje a Madrid no tuvo suerte, pues tenía menester de muchas recomendaciones para acceder a palacio y se volvió a su tierra natal sin haber cosechado el menor éxito. Hubiera sido una verdadera lástima que su protector y suegro no le hubiese encarecido y animado a intentarlo de nuevo al año siguiente, porque de otro modo el prometedor Diego hubiera quedado confinado en un ambiente excesivamente provinciano, ajeno a los nuevos aires que circulaban por los ambientes cosmopolitas de las cortes de Europa.

En Sevilla, durante lo que se ha dado en llamar, con artificio erudito de historiador, su primera época (aunque la obra de Velázquez es el resultado de una búsqueda incesante), su estilo sigue al de los manieristas y los estudiosos del arte veneciano, como Juan de Roelas, pero adoptando los claroscuros impresionantes de Caravaggio, bien que esta última influencia haya sido discutida. No obstante, Velázquez se decantará pronto por un realismo barroco, seguido igualmente por Zurbarán o Alonso Cano, audaz y estremecido, grave y lleno de contrastes.


Los tres músicos (hacia 1618) 

Dicho realismo, en su vertiente más popular, había sido frecuentado por la literatura de la época y ese mismo aire de novela picaresca aparece en los Almuerzos que guardan los museos de Leningrado y Budapest, así como en Tres músicos, donde, sin embargo, desaparece el humor para concentrarse el tema en la descripción de la maltrecha dignidad de sus protagonistas. Más curioso es aún cómo, también por aquella época, utiliza los encargos de asuntos religiosos para arrimar el ascua a su sardina y, dejando en un fondo remoto el episodio que da título al cuadro, pasan a un primer plano de la representación rudos personajes del pueblo y minuciosos bodegones donde se acumulan los objetos de la pobre vida cotidiana. Es el caso de Cristo en casa de Marta y María, cuadro en el que adquiere plena relevancia la cocina y sus habitantes, el pescado, las vasijas, los elementos más humildes.

El Museo del Prado guarda igualmente pinturas del período sevillano, como el espléndido lienzo La adoración de los Reyes Magos, fechado en 1619, poco después de su matrimonio y de que Juana le diese descendencia, y donde se ha querido ver, sobre todo en los rasgos infantiles del Niño Jesús, un homenaje a su familia y un hálito de la felicidad del flamante padre. Es seguro, por lo demás, que los Reyes Magos son auténticos retratos, no idealizaciones más o menos convencionales, y en ello se revela también la verdadera vocación de quien sería el más grande retratista de su tiempo. En su segunda intentona en Madrid, ya convenientemente pertrechado de avales, recibió Velázquez las mercedes y favores del conde duque de Olivares, quien le consiguió su gran oportunidad al recomendarle para que hiciera un retrato del nuevo monarca.

Felipe IV quedó tan complacido por esta obra que inmediatamente lo nombró pintor de la corte, obligando a Velázquez a trasladar su residencia a la capital y a vivir en el Palacio Real. En sus primeros años madrileños el artista fue sustituyendo sus característicos tonos terrosos por una insólita gama de grises que con el tiempo sería su recurso más admirable y un vivo exponente de su genio sutil.

La impresión del paisaje

Hacia 1629 pinta Velázquez su primer gran cuadro de tema mitológico, llamado Los borrachos porque el asunto dedicado a Baco se convierte en sus manos en una estampa de las francachelas populares de la época; al año siguiente llega a Madrid Rubens, con quien mantuvo una buena y leal amistad; Rubens le recomienda que no deje de visitar Italia, donde su arte podrá depurarse y ennoblecerse. Empeñado desde entonces en ello, consigue, tras mucho insistir, licencia del rey y, saliendo del puerto de Barcelona, desembarca en Génova en 1629. Visita Verona, Ferrara, Loreto, Bolonia, Nápoles y Roma, sin apenas pintar nada, pero estudiándolo todo, memorizando gamas de colores, audaces composiciones, raras atmósferas, luces insólitas.

Probablemente entonces, aunque hay quien sostiene que fue en su segundo viaje a Roma, pinta las maravillosas Vistas del jardín de la Villa Médicis en Roma. En estos deliciosos parajes vivió el español gracias a la recomendación de su embajador y, allí, al aire libre, tomó sus apuntes geniales. Son, en realidad, paisajes románticos, melancólicos, intemporales, casi impresionistas por su libertad de trazo, pese a ser en más de dos siglos anteriores a los cuadros de ese estilo, y quizás aún más perfectos en la captura del instante luminoso huidizo, del aire limpio y quieto apresado por la tupida vegetación y la escenográfica arquitectura. Y lo más asombroso es que estas imágenes que hoy conserva el Museo del Prado, inolvidables cuando se han visto una sola vez, fueron pintadas como al desgaire, como ejercicio ocioso y gratuito, sobre pequeños lienzos que no alcanzan el medio metro de alto y poco menos de ancho, pero que resumen, con impecable evidencia, la suprema sabiduría alcanzada en aquellos años por Velázquez.

Bien es cierto que, a su regreso a España, realizó obras de mayor envergadura y empaque, como La rendición de Breda, también conocida por Las lanzas, pero en esta pintura de compromiso, terminada en 1635 para el Salón de los Reinos en el recién inaugurado Palacio del Buen Retiro, también conmueve más lo anecdótico que la pomposa rememoración del pasado triunfo de un predecesor de Felipe IV.


Detalle de El niño de Vallecas (1643-45) 

Durante los años treinta y cuarenta del siglo fue Velázquez el pintor no sólo de su abúlico rey, sino de las "sabandijas de palacio", de los bufones como El Bobo de Coria, Diego de Acedo el Primo y el Niño de Vallecas, y después de su segundo viaje a Italia para comprar obras de arte en nombre de Su Majestad, su paleta produjo tres obras maestras insuperables y sumamente conocidas. La Venus del espejo, conservada en la National Gallery de Londres, es célebre por ser uno de los pocos desnudos de autor español de la época que se han conservado, aunque se le supongan hasta tres más al pintor sevillano, para el cual tal vez sirviera de modelo la escandalosa y bella actriz Damiana, amante del alocado marqués de Heliche.

Para la realización de Las Hilanderas, radicada actualmente en el Museo del Prado, Velázquez plantó su caballete en la Fábrica de Tapices de la calle de Santa Isabel de Madrid. La representación del momento irrepetible de las mujeres alrededor de la rueca giratoria hizo pronto olvidar que se trataba de un tema mitológico (la fábula de Palas y Aracne) creyéndose desde antiguo que se trataba de un cuadro de género.

Las Meninas

De entre los retratos que realizó de la familia real, hay uno que goza de inmensa fama, y se ha convertido en el paradigma de la obra del pintor: Velázquez y la familia real o Las Meninas. Este cuadro, que ha dado lugar a multitud de interpretaciones, tiene como marco espacial la habitación más importante del apartamento del palacio Real en el que vivía el pintor. En la obra aparece el mismo Velázquez frente al caballete con la cruz de la Orden de Santiago, aunque la distinción fue añadida después a su muerte por orden del rey, ya que Velázquez todavía no la había recibido cuando pintó el cuadro.

En el fondo de la habitación, un espejo refleja la imagen del rey y de la reina; en el centro aparece la infanta Margarita acompañada por dos doncellas reales, y a la derecha del cuadro, en primer plano, figuran la enana Mari-Bárbola y el enano Nicolás de Pertusato, que intenta despertar con el pie a un mastín tumbado en el suelo. Detrás de este grupo hay dos figuras y finalmente, al lado de la escalera, vemos al mayordomo de la reina.


Detalles de Las Meninas (1656) 

La composición es de una gran complejidad y constituye un extraordinario ejemplo de pintura de una pintura: los reyes se representan indirectamente, vistos a través de un espejo, mientras que por lo que respecta a los protagonistas de la obra, la infanta y sus acompañantes, no se sabe si son el tema del cuadro en que está trabajando Velázquez o bien si están mirando pintar al artista. Por último, el espectador se siente incluido en el espacio del cuadro, ya que el espejo con las imágenes de los reyes le hace suponer que están contemplando la misma escena que él pero a sus espaldas. Dicho de otro modo, el espectador ocupa ilusoriamente el lugar de los retratados, el lugar de los reyes, y este hecho ha dado pábulo a incesantes especulaciones. Desde el punto de vista de la factura, es una obra de prodigiosa ejecución, incluso dentro de la pintura del artista. Las pinceladas son como toques de luz que modelan los vestidos y los cuerpos, dotándolos de una gran vivacidad.

Por empeño personal de Felipe IV, Velázquez recibiría, un año antes de morir en Madrid el 6 de agosto de 1660, la preciada distinción de caballero de la Orden de Santiago, un honor no concedido nunca ni antes ni después a pintor alguno. Y aunque, al demoler la iglesia, nadie recordaba que sus restos habían sido sepultados en la Parroquia de San Juan Bautista, cuando en 1990 se organizó una magna retrospectiva de su obra en el Museo del Prado, miles y miles de personas llegadas de todos los puntos cardinales afluyeron incesantemente para reír el gesto idiota del bufón Calabacillas, admirar la pincelada que plasma el vestido de una infanta, interrogar la estampa ecuestre del conde duque de Olivares y respirar el aire penumbroso del siglo XVII aquietado e inmortalizado en los cuadros de Velázquez.Su obra:

La importancia de Velázquez, al margen de su propia personalidad, radica en su capacidad de tratar de un modo magistral, a lo largo de su dilatada carrera, la mayoría de los grandes temas pictóricos de su época. Consumado retratista, no fue sin embargo inferior su calidad en obras de género mitológico, religioso, alegórico y paisajístico.

El arte del retrato

La evolución de sus retratos es sorprendente, advirtiéndose en ellos la falta de amaneramiento de los artistas que cultivaron de este género. Su primera obra dentro de esta temática es el retrato de Sor Jerónima de la Fuente (1620, Museo del Prado, Madrid), primera abadesa del convento de Santa Clara en Manila. En él, el maestro hispalense aún es deudor de un estilo seco y dibujístico, propio de su primera etapa sevillana. Antes de partir hacia la corte, realizó el retrato del poetaLuis de Góngora y Argote (1622, Museum of Fine Arts, Boston), en el que abunda en la captación psicológica del personaje.

A su llegada a Madrid, el joven Felipe IV le encargará un amplio repertorio de su imagen regia, que iniciará con el busto de Felipe IV con coraza (1625, Museo del Prado, Madrid), después de haber realizado el de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares (1624, Museo de Arte, São Paulo), máximo valedor de su arte ante la corona española. Le siguen retratos de miembros de la familia real y del mismo monarca, tales como el Infante don Carlos y el Felipe IV de cuerpo entero, ambos en el Museo del Prado. En todos ellos el esquema es casi idéntico, consiguiéndose la profundidad visual gracias a la sombra que proyectan los cuerpos de los retratados.

Después de su viaje a Italia en el año 1629, la representación de los miembros de la realeza adquiriría un mayor realismo huyendo de la enfatización. Velázquez los pinta no como ellos hubieran querido ser representados, sino como él los ve. La serie de retratos en traje de caza, encargada para la Torre de la Parada, y los retratos, ya comentados, para el Salón de Reinos, son buena muestra de la voluntad realista de Velázquez. Sólo de esta época, el Retrato ecuestre del conde duque de Olivares(1634, Museo del Prado, Madrid), se aparta de la actitud comedida de este pintor, para mostrarnos una representación resuelta en clave barroca.

Su segundo viaje a Italia el año 1649 marcará un hito en su carrera retratística que se resume en dos magníficos cuadros: el de su criado y también pintor Juan de Pareja (1650, Metropolitan Museum, Nueva York), y el del papa Inocencio X (1650, Galería Doria Pamphili, Roma). El retrato papal ha de considerarse uno de los mejores ejemplos de captación psicológica y de genial solución formal de la historia del arte.


Detalle de Inocencio X (1650) 

A su regreso a España, el rey le pide un retrato de su segunda esposa Mariana de Austria y de su descendencia, tanto anterior como reciente. Destacan los de La Infanta María Teresa a los trece años (1651, Metropolitan Museum, Nueva York) los sucesivos retratos de la infanta Margarita, gran protagonista de Las meninas, y de su enfermizo hermano, el Príncipe Felipe Próspero. En ellos su paleta sabe combinar el rosa, el gris y el rojo en una armonía cromática de valores plásticos por encima de la mera representación.

Bufones y enanos

Mención aparte merecen sus series de enanos y bufones, iniciadas en 1626 con elJuan Calabazas, llamado Calabacillas (Cleveland Museum of Arts, Ohio) y continuada por El príncipe Baltasar Carlos con un enano (1631, Museum of Fine Arts, Boston). El Museo del Prado conserva la serie iniciada por Pablo de Valladolid (1633) y continuada por Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas (1634), El bufón Barbarroja,Don Cristóbal de Castañeda y Pernia (1636) El bufón Calabacillas, llamado erróneamente El bobo de Coria (1639), El bufón llamado don Juan de Austria(1643), El bufón don Diego de Acedo, "El Primo" (1645) y El bufón Sebastián de Morra (1644).

Todos ellos están tratados con gran humanidad, con el mismo énfasis y realismo que los retratos regios. Nunca sabremos si el pintor realizó estos cuadros por propia iniciativa o a requerimiento del monarca. Pero lo cierto es que Velázquez nos ha dejado una galería de personajes tristes, vistos con una atención que podía parecer despiadada, si no estuvieran velados por un tono de melancolía y conmiseración, que los llena de una innegable humanidad.

Obras mitológicas

La mitología es tratada por Velázquez con el concepto propio de los pintores naturalistas. Al igual que Caravaggio, humanizará el mito haciéndolo cotidiano, casi protagonista de una escena de género. Esta temática se inicia con el Triunfo de Baco(1629, Museo del Prado, Madrid), más conocido por Los borrachos. En él su protagonista pierde valor ante la fuerza de los personajes populares. Es obvio que Velázquez conoce profundamente la cultura mitológica, aprendida en casa de su suegro Pacheco, lugar de reunión y debate de la intelectualidad sevillana de la época. Y como lo conoce se atreve a desmitificarlo.


Detalle de La Venus del espejo (1650) 

Su ideal clasicista de gran contención es evidente en la solución que da al tema de las infidelidades de Venus. En La fragua de Vulcano (1630, Museo del Prado, Madrid), obra realizada en Italia, narra cómo Apolo, al descubrir la infidelidad de Venus con Marte, esposa de Vulcano, comunica a éste tan cruel acto. Vulcano aparece como un mortal, confundiéndose con sus trabajadores. Igual ideario está presente en la representación del dios Marte (1640, Museo del Prado, Madrid), en La Venus del espejo (1650, National Gallery, Londres) o en su Mercurio y Argos (1659, Museo del Prado, Madrid), llegando a la trivialización del mito en su conocida Fábula de Aracne, popularmente conocida como Las hilanderas (h. 1657, Museo del Prado, Madrid).

Obras religiosas

Más complejo es el estudio de su temática religiosa, iniciada en Sevilla con La adoración de los Reyes Magos (1619, Museo del Prado, Madrid). Si bien su San Juan Evangelista en Patmos (1618, National Gallery, Londres) parece ser de su mano, las dudas se extienden a la Inmaculada Concepción (1618, National Gallery, Londres) y a sus apostolados.

Últimamente Brown ha atribuido a Alonso Cano el magnífico lienzo de la Tentación de Santo Tomás de Aquino (Museo Diocesano de Arte Sacro, Orihuela), de fecha incierta. Del mismo modo, la Coronación de la Virgen (Museo del Prado, Madrid) ha sido atribuida al citado pintor granadino, restando en su catálogo San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño (1634-35, Museo del Prado, Madrid). Destacan con luz propia sus dos Cristos crucificados, ambos en el Museo del Prado, sobre todo el conocido como Cristo de San Plácido (h. 1632), de un clasicismo austero.

Otros temas

La alegoría se resume en su emblemática composición Las meninas, único retrato de grupo en la producción velazqueña que puede interpretarse como la defensa de la nobleza y liberalidad de la pintura. Mucho se ha especulado sobre su significado. La infanta Margarita parece advertir la presencia de sus padres (Felipe IV y Mariana de Austria) que aparecen reflejados en el espejo del fondo que transmite su imagen pintada en el lienzo. Está acompañada por su séquito, compuesto de izquierda a derecha por doña María Agustina de Sarmiento, doña Isabel de Velasco, la enana Maribárbola y el enano Nicolasito Pertusato. En segundo término, están doña Manuela de Ulloa, encargada del servicio de las damas de la reina y, quizás, don Diego Ruiz de Azcona. En el vano de la puerta del fondo, el mayordomo de palacio, don José Nieto de Velázquez.

Muestras de su tratamiento del género paisajístico son sus dos pequeños cuadrosVistas del jardín de la Villa Médicis (Museo del Prado, Madrid), de fecha incierta, a los que pueden sumarse la Cacería real del jabalí (h. 1638, National Gallery, Londres) y la Vista de Zaragoza (h. 1647, Museo del Prado, Madrid), en colaboración con su yerno Juan Bautista Martínez del Mazo.

Su influencia

Tras su muerte, Velázquez fue objeto de admiración por parte de muchos artistas. La huella del pintor se pone de manifiesto en los trabajos de artistas tan extraordinarios como Francisco de Goya. En este sentido, podemos encontrar alusiones a Las meninas en La familia de Carlos IV, obra que el aragonés realizó en 1801. Ambas pinturas tienen como tema al artista trabajando en compañía de la familia real. Sin embargo, Goya optó por una composición sobria y de escasa profundidad, que contrasta con el dinamismo y la abundancia de planos de la obra de Velázquez.

Muchos especialistas han puesto de relieve la importancia de Velázquez para la pintura del siglo XIX. A partir de una deslumbrante variedad de pinceladas y una sutil armonía de colores, logró efectos de forma, textura, luminosidad y atmósfera que lo convirtieron en un precedente de la pintura impresionista. Las propuestas de artistas como Édouard Manet, Auguste Renoir o Claude Monet deben mucho a la lección de Velázquez.

No menos significativa ha sido la huella de Velázquez en el arte del siglo XX. Nada menos que el malagueño Pablo Picasso, el más importante artista de la centuria, se basó en Las meninas para elaborar diversas series de composiciones. Otros notables artistas modernos, como Francis Bacon, Antonio Saura o Manolo Valdés, también se inspiraron en su pintura para elaborar algunas de sus propuestas más destacadas.